Recientemente la Editorial Terracota publicó y presentó la novela Carta a Isobel de Alfredo Lèal. El texto que presentamos a continuación lo escribió Eugenio Santangelo en ocasión de su lanzamiento. El libro puede conseguirse también en versión electrónica en Amazon.
Este libro de Alfredo Lèal es tan esbelto como complejo, lleno de aristas que aquí sólo podré sugerir parcialmente. Me parece que está escrito de manera que el lector se pierda, vague y se despiste; para que, principalmente, pierda la concepción del tiempo o, cuando menos, una concepción fechada, cifrada, de la temporalidad: no sólo una cronología, sino también la capacidad de reconfigurar una trama que, en cambio, se nos da por huecos y a través de una tensión entre dispersión y concentración. Quizá los conceptos, aquí, serían la búsqueda de la intensidad y la búsqueda como intensidad a través del fragmento. Y la opresión, la mayoría de las veces, por la imposibilidad y el fracaso de esa búsqueda, de esa intensidad.
Perder el tiempo, al leer, no significa perder la legibilidad del texto, al contrario. Con un estilo a veces fluidamente narrativo, otras ensayístico, otras confesionales (en la tradición de la mejor ficción autobiográfica), el sentido de desubicación al que nos enfrentamos es, a mi parecer, uno de los mayores logros del libro: su potencialidad; y esto porque nos libera de una idea de la narrativa como necesidad, como determinación. Volveré a ello, porque tiene que ver también con la experiencia de los personajes.
Por el momento tendré, para mí mismo y para ustedes, que reordenar algunos datos: hay un libro que la protagonista, Bellit, escribe. En realidad, hay muchos libros, muchos cuadernos que ésta sigue llenando y no logra terminar. Pero hay uno que sí se publica y se llama Carta a Isobel. Un libro de pasta azul y roja que un personaje masculino –en un tiempo, una vez más, indeterminado– trae consigo al principio de la novela, frente a la casa de una Isobel finalmente encontrada, pero ausente. La identidad de Isobel, su continua ausencia-presencia, será el interrogativo constante de toda la novela.
Pocas páginas después, sabemos que el hombre se llama Lucien Larose y que de aquel libro es una suerte de curador, el autor del “establecimiento del texto”: de ello nos enteramos gracias a una descripción esquemática de sus primeras hojas (hasta el índice) y de la cuarta de forros. De tal manera, nos damos cuenta que lo que leemos es, en parte, precisamente ese libro. Con diferentes niveles de manipulación y re-escritura: por un lado, las de Bellit, su autora, quien anota, corrige, borra y vuelve a escribir sus recuerdos en forma de diario, un diario-carta dirigido a Isobel; por el otro, Lucien es quien reordena esas hojas, las corrige, hasta las re-escribe: las páginas que leemos son la huella de estas cuatro manos. En un nivel ulterior, sin embargo, no estamos nada seguros que ese libro se nos dé por completo a la lectura: Carta a Isobel de Alfredo Lèal no corresponde a Carta Isobel de Bellit y Lucien. Algo puede que haya sido ocultado, borrado, omitido de ese libro. Mucho se añade e interviene. Nunca sabemos dentro de cuál libro estamos, quién está escribiendo, reordenando, tachando, silenciando.
La lucha con estas tachaduras es central. La narración cada vez rodea algo que no puede decir y que a la vez contamina todo lo que se narra; los eventos clave –y Bellit, en una declaración de poética, ya nos había prevenido– acaecen casi de pasada, crean una nebulosa, unos momentos puntuales que descomponen escritura, estilo y estructura, como frente a un espejo distorsionado que no nos devuelve ninguna imagen, pero siempre retorna, en los bordes de lo dicho.
¿De qué escribe Bellit? Escribe de una cotidianidad insufrible y de su horror. Creo que se puede decir que la novela de Alfredo es, de manera bastante espantosa, una novela familiar. De allí el conflicto entre, por un lado, necesidad y determinación y, por el otro, la tentativa de reconquistar un espacio de libertad en la escritura: en la desubicación de la lectura.
Bellit nos relata su vida de adolescente en una familia descompuesta, en el sentido más material de la palabra; es la familia como consunción, como olor rancio, como cadáver viviente y opresivo; llena de tías grises que no se distinguen la una de la otra, de pocos hombres fracasados, de gritos triviales, abrelatas, ingleses espurios y migraciones también frustradas; el tiempo como repetición inexorable: “La familia es para siempre”, le dice su mamá a Bellit. La familia la viola, literal y metafóricamente. Es el cierre de la posibilidad. Es la Casa con mayúscula, “donde siempre hemos vivido porque no hay otro lugar”. Un puñado de cuartos, junto con el cadáver de un abuelo.
Y así también la novela se vuelve, paulatinamente, insufrible: en el sentido de claustrofóbica. Llena de recuerdos triviales, fisurados por un horror que cada vez acecha. “La familia es el odio”, escribe Bellit. Es lo “inmediato”. Si no se hubiera a su vez ya banalizado en fórmula y cliché, diría que se trata de la “banalidad del mal”: el no poder desplazar y reinscribir en nuestras vidas un espacio otro para acción y pensamiento: el viaje, por ejemplo.
Y sin embargo existe la escritura. Y es en la escritura donde Bellit piensa poderse desterrar, piensa poder trascender el tiempo como sucesión y acumulación de sinsentido en una sociedad que sólo sobrevive reiterando sus micro-opresiones. Bellit escribe su diario y la escritura de lo descompuesto, de la familia como morgue, parece abrir el espacio, la brecha, la falla para volver a abrir lo posible: las infinitas posibilidades que confluyen en la novela y más allá de ella, en su lector, así como Bellit lo escribe en el prólogo a su libro que emula a Macedonio Fernández. La escritura es lo abierto porque no termina nunca de determinarse. Es la posibilidad de que el lector la lleve consigo re-escribiéndola en la vida. Así, para Bellit, escribir significa reinventar el amor y a Lucien, hacerlo personaje y, luego, permitir que sea su co-autor; significa hundir la putrefacción de lo familiar y abrirse a ese otro que se espera: a Isobel, el “tú” que cada vez la acompaña, que a veces le hace pronunciar un “nosotros” que es una vorágine de silencio. Isobel, de quien nunca sabremos nada, es, sin embargo, un afuera inmanente al que nos sobreponemos: nos permite pensar que la desubicación, el viaje, la salida de la temporalidad trivial son la potencialidad de la literatura cuando nos acompaña en la visión despiadada, feroz hacia el espanto de la vida.
Con una advertencia: la escritura no salva, en la novela no se salva nadie; la escritura hunde, trastoca: des-familiariza. Por todo lo anterior, esta palabra adquiere su concreta materialidad. E Isobel lo sabe. Isobel –quien quizá nos hablará al final, en una última, ulterior manipulación de los múltiples libros que componen la novela de Alfredo– lo aprende, como nosotros, leyendo. La escritura puede ser una poderosa arma des-familiarizadora: “una almohada blanca, que huele a saliva seca, a sangre, a mar evaporado”, hundida en el rostro de una abuela ciega.