Amazon vs. Macmillan

En medio de la batalla entre Macmillan y Amazon por los precios de los libros se alcanza a ver un debate que, aunque formado coyunturalmente bajo la sombra Apple y el lanzamiento del iPad, es importante para el futuro de la industria editorial. Tan importante que en menos de una semana se formaron trincheras en la red. Por un lado quedaron los autores, que apoyaron la decisión de Macmillan y por el otro, los entusiastas consumidores de libros electrónicos que querían que los precios en Amazon se mantuvieran.

El pleito sucedió en términos muy generales así. El director general de Macmillan, una de las seis grandes editoriales de Estados Unidos (que publica alrededor de 2,600 títulos cada año), dijo que Amazon devalúa los libros con su estrategia de precios, cuyo único objetivo parece ser promocionar su Kindle y eventualmente monopolizar el mercado de distribución y venta. Exigió, por lo tanto, un nuevo acuerdo para el  precio máximo de sus libros digitales argumentando que, si se mantenía el diseñado e impuesto por Amazon, enfrentarían pérdidas. También, dijo, lo hizo como política para detener la devaluación de los libros, provocada por un mal entendido mercado digital que supone que los libros en su versión digital deben ser más baratos, cuando en la práctica no lo son. Amazon respondió, infantilmente según muchos, al «acoso corporativo» quitando de su catálogo los libros de Macmillan.

Inmediatamente, desde diversos foros en internet, muchos lectores y consumidores, especialmente los que poseen un Kindle, apoyaron el boicot a Macmillan con el argumento de que los libros digitales son, claramente, más baratos de producir, distribuir y vender que los impresos y que cobrar lo mismo o más que una versión impresa es, además de abusivo, ilógico. En paralelo, los autores firmados por Macmillan, especialmente los del sello Tor, dedicado a la fantasía y la Ciencia Ficción, defendieron desde sus blogs las exigencias de la editorial. Dijeron que la editorial tiene razón, que la política de Amazon daña la industria y les respondieron a los lectores que ellos no podrían publicar de modo independiente porque los costos del proceso son muy elevados, además, argumentaron que el boicot de Amazon los dañaba más a ellos que a la editorial y que no les parecía justo pagar en un conflicto que era evidentemente de alto nivel.

Amazon, en una decisión que todavía no logro entender, cedió en menos de una semana a las exigencias de aumentar los precios tope de los libros digitales y de retrasar casi seis meses su publicación con respecto a sus versiones impresas en pasta dura. Dijo que serían los consumidores los que finalmente decidirán. Esa respuesta generó entre los editores estadounidenses un efecto en cadena para subir los precios de los libros digitales. Amazon dio la impresión que le daba la razón a Macmillan y algunas otras grandes editoriales, que estaban a la expectativa, aprovecharon el momento sin pensárselo dos veces. Así, las posiciones de los grandes editores se fortalecieron y renovaron su batalla contra el cambio digital al favorecer con su postura a sus publicaciones impresas.

Cuando parecía que las editoriales estaban finalmente decididas a entrar en una dinámica que conduciría definitivamente al cambio digital y, por lo tanto, a una nueva forma de administrar el negocio y de abordar la forma de producir libros, sus posiciones estaban más bien reguladas por la ambición de mantenerse en una dinámica que favorece a las grandes corporaciones. Sin duda el trabajo de publicar un libro no es ni fácil ni barato y son necesarias habilidades muy cotizadas para lograrlo, habilidades que normalmente solo los grandes grupos pueden ofrecer de manera rentable y por lo cual muchas pequeñas editoriales sucumben irremediablemente cada año. Ya sea porque son absorbidas por las editoriales grandes o porque se van a pique y caen de bruces en la banca rota. Tampoco, hay que decirlo, es que los grandes grupos sean unos entes malignos, muchos de los libros que más disfrutamos vienen de ahí.

Pero me parece que existe una opinión más o menos general para la que el negocio de los medios, incluidas las publicaciones, debe cambiar hacia un modelo que no produzca grandes corporativos ni amase grandes fortunas en un centro y en cambio se deslice, lentamente en algunos casos, hacia un modelo que favorezca económicamente tanto a los consumidores como a los productores más pequeños, reduciendo a su expresión mínima el papel de los intermediarios. ¿Porqué esta balcanización? Para asegurar la diversidad y que la especulación de mercado, por ejemplo en la literatura, no sea siempre la que decide qué se publica y no dirija, como pasa con el arte contemporáneo, lo que se entiende por literatura. Democratizar los canales de distribución a partir de las posibilidades del «long tail» dice más o menos Cris Anderson, el Editor en Jefe de la revista Wired.

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